Viniendo del Midtown miamense, toma uno la 195 hasta llegar al puente que cruza la Bahía Viscaína para cruzar al Olimpo. Si, Miami es una ciudad que podríamos certificar como la capital de la latinoamericanidad fresa y ricachona de el mundo. La fiesta y la salsa y la rumba y el reggaetón y la samba y todo lo sabroso y tropical que hay en nuestra bananera forma de ver la vida se atiborra en las estaciones de radio y toma posesión de las almas en este rinconcito bañado de sol. La exhuberante lituana que me ha dado un aventón sigue charlando conmigo en nuestro viaje rumbo al Valhalla. Platicamos sobre el futuro de la relación entre la Kurnikova y Enrique Iglesias. Sintonizamos en la radio un famoso show mañanero donde el público debe deducir (basándose en las pistas que da el locutor acerca de alguna fechoría) si el crimen fue realizado por un gringo blanco, un hispano o un afroamericano. No esperaba menos de Miami Vice. Finalmente arribamos a lo que es propiamente Miami Beach y que es en realidad una pequeña isla frente a lo que es en sí la ciudad propiamente. De pronto y sin avisar un BMW en llamas detiene el tráfico y la hermosa conductora del carro en el que voy me dice: es la ciudad donde la gente maneja peor en los Estados Unidos, no bien acaba de decir esto cuando en el primer semáforo un cretino le da un banquetazo a su Maseratti del año con tal de ganarnos el paso. ¿Cómo puede alguien hacerle eso a una máquina poderosa y magnifica? Algún papaloy cubano hijo de su Saralegui mother. Bajo del auto y me dispongo a caminar para alcanzar la playa atlántica mas chic de todo el continente. Edificios al estilo Art Deco relumbran en rosa, azul aqua, blancos, turquesas y tonos pastel. Perfectamente restaurados; son el sello y la postal por excelencia. Edificios legados por aquellos viejos gangsters de los años 30 que invirtieron aquí al escapar de Los Intocables. Hace quince años, esto no era así, fue a finales de los noventas cuando a partir de algunas campañas publicitarias, que los grandes capitales y los tiranos de la moda y el estilo sentaron sus reales, desapareciendo el ambiente familiar e impulsando la vorágine de riqueza, moda, juventud y superficialidad que hacen de éste su reino.
Si usted no es ni una cosa ni la otra, está simple y sencillamente en el lugar equivocado. Me hago de un cafecito cubano bien tostado y con harta azúca, la bomba estalla en mis neuronas, me siento comodo, avispado y eléctrico como un tiburon al que el olor a sangre le ha llegado de golpe. La brisa fresca y cálida intoxica mis pulmones al tiempo que ancianas judías andan por la calle con espectaculares peinados. Un afroamericano denso y pesado es interrogado por un policia blanco, guardian del orden y el estilo. El moreno se pone loco de golpe y el agente no tiene mas argumentos que descargarle un shock de voltios para que le baje de gas a su coca cola, lo esposa y lo somete mientras llama a sus refuerzos. El imperio de la ley se impone, el sistema funciona. Las ancianas miran en silencio y asienten con la cabeza, aprobando lo sucedido. No es que no me importe, más, he visto pasar una hilera de bellezas en pantaloncillos cortos pegados mientras que al andar en sus patines reafirman sus musculos y tonifican sus ya de por si perfectos gluteos. Sigo a las nínfulas. Pobre de mí, no tengo ni idea de lo que me espera. Toco por fin la playa, un gigantesco escenario se yergue en ella, del otro lado, un evento de la NASCAR atrae a los amantes de las carreras y a hordas de chicas que se resbalan sobre los cofres mientras desconocidos les toman las obligadísimas fotos. Cruzo el área y comienzo a caminar sobre fina y brillante arena blanca, hay poca gente aún pero ya los semidioses, diosas y demás fauna local comienzan a aparecer. Arrojo mis cosas y acelero el vuelo, me arrojo a un mar lleno de algas y cual tritón me dejo llevar por mis instintos… momento! esto está infestado de medusas muertas traídas a acá por el oleaje. Salgo disparado. Uf. Al salir, lo primero con lo que me topo es con una gavilla de cuarentonas bien buenas que ostentan sus joyas y sus bikinis de marca. Me tomo un respiro, acomodo mi toalla y me dejo caer. Grandes mamíferos semidesnudos y perfectamente depilados van saliendo de no se donde; una cuadra de yeguas argentinas charla sobre sus primeras cirugías plásticas, por allá, un grupo de españolas en topless brincan y gozan sin tapujos. Escucho al menos cinco lenguas distintas, pasando del hebreo al italiano y del inglés al portugués. Los brasileiros llegan con sus bikinis para hombres y dejan que el sol haga juegos de sombras en cada musculo de sus cuerpos. Amazonas y mujeres del caribe se desnudan sin importarles que la playa no sea nudista y las sombrillas comienzan a aparecer.
El calor es delicioso, la actividad es nula, salvo porque, más y más gente bonita llega, moja sus piernas, abre sus brazos y se dejan ver. Mirar y ser mirado, ver sin tocar, dejar saber las intenciones de ligue, alejarse si no hay éxito. El tiempo pasa lento, mi sudor me refresca. Pasan las horas, el tiempo muerto no tiene fin, el sol quema; una terrible y esbelta eslava se quita la toalla y deja ver un perfecto y soberbio rabo enmarcado en una tanga de color rosa con vivos negros, un par de francesas exhiben arrogantemente sus bikinis dorados. Italianos de dudosa riqueza rodean como lobos a las chiquillas que sin saberlo, ya despiertan el deseo de los hombres. Pienso hacer una foto pero no soy un turista y a decir verdad, esto es demasiado fantástico para ser mentira, reptar entre animales como estos y verlos respirar no es algo que una placa pueda registrar. No tiene sentido, pues casi cada veinte minutos, bestias se van y nuevas y más deslumbrantes llegan. Primero siento mucha calentura, pero sin darme cuenta, paso a un estado de éxtasis doloroso y luego, siento miedo, sí, mucho miedo. No soy un tipo duro, pero me jacto de haber enfrentado a diez gangsters africanos alguna vez. Sólo que esto es algo que simplemente va mas allá de lo que yo pueda tolerar. Se me sube la bilirrubina, pienso en cuentos para niños para calmar la sed y el hambre de carne. Si tan sólo pudiera nadar para refrescarme, pero es imposible. De un lado, un mar de culos y tetas, del otro, un océano lleno de animales venenosos. Quiero llorar. Se que Dios me ha perdonado porque que me ha olvidado del todo. De algún modo inexplicable me mantengo firme y planeo mi escape.
Al llegar a mi lado una portuguesa pequeña pero delineada por un dedo divino se que no podré seguir mas adelante; después de diez horas de observar y ser observado, es momento de hacer algo diferente. De un brinco me incorporo sacudiéndome el sopor y enfilo al mar cual flecha al cielo. Me zambullo. El agua fria me calma, nado y nado. Viro de regreso y me dispongo a salir corriendo de este cielo, pero, en la última ola, una maldita medusa se atasca en mi ojo derecho y sin embargo y paradójicamente, el dolor alivia mi corazon. Logro huir.
Más tarde, de regreso a Little Haiti que es donde me alojo, la realidad del ghetto disipa mis temores. La pobreza y la quiebra, los locales cerrados y olvidados, los vendedores de crack y cocaína rebajada me detienen a cada paso. Suena extraño, más, la existencia de los despojados restablece en mi la cordura pero sobre todo: me permite bajar la guardia. Aquí no hay ocupas. Sólo el paraíso latino en medio de la pesadilla americana en este vendaval económico que no parece tener fin. Una calcomanía en mi puerta reza: “Libia es libre, Cuba muy pronto”. Como olvidarlo, I am in Miami, bitch.