domingo, 16 de junio de 2013

Crujir de carne.


Cruja la tierra.

A Rodrigo B. Ponce
(el de 8 años)

Pocos recuerdos son tan nítidos como aquella noche en el departamento de la vecina que le cortaba y le arreglaba los pies a mi madre. Montones de  revistas Condoritos se apilaban una esquina. Charlas de mujeres, espacios reducidos por la impecabilidad con la que Nico, una poodle negra, llenaba el departamento de su ama. 

Había más mujeres, eso lo recuerdo.

Le tocó a la señora Martha descansar mientras sus manos se secaban de la pintura que con buen tono decoraban su vida ochentera.

Se fue la luz. De golpe, todo se apagó. 

Sentados a espaldas de un ventanal de suelo a techo, el edificio se bambolea. De reojo noto que las mujeres están agolpadas en una puerta. Doña Martha y yo estamos viendo como todo revienta desde nuestra posición. Las luces de colores de todos los transformadores hacen mágico un momento mortal. 

La manera en que los edificios chocan sus cuerpos, ahora sólo lo relaciono con el de las gentes cuando tienen sexo, es un choque duro, concreto y flexible.

Las mujeres chillan y gritan desde la puerta, que nos levantemos y que vayamos a su encuentro. Imposible; la tierra se mueve, rayos emanan de un callejón. Hipnotizado sonrío. Dicen los que saben que la muerte no tiene preámbulos, sin embargo, el espectáculo es sobrecogedor. 

Es imposible querer vivir cuando todo estrepitosamente te ubica en tu tamaño y te relaja hasta cierto punto: ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡CRRRRRAAAAAACCCCCKKKKKKKKKK!!!!!!!!!!!!!!!!, ¡KKKKRRRRRRBMMMMMM!, ¡KRRRRAAMMMMM!

Y siento lo mismo que cuando un volcán arroja lava, y veo lo mismo que cuando caen luces del norte; a cada golpe de estrellas se sienten las herramientas de los dioses.

¿Podrá el cordero de Dios que corrige los pecados del mundo comprender?

Que la tierra está viva. Que el fuego del pecado no quema y lo mejor, que a cada paso de la destrucción eterna el ciclo se repite y exige muerte para crear más espacio.

San Francisco, Puerto Príncipe, DF y Tokio lo entienden.

Anoche, mientras veía el fuego salir al tiempo que la tierra crujía y me sacaba de la cama. Soñé despierto de Malinalxóchitl. Apareció con su cuerpo de carbón, girando en sí misma. Monstruo que retuerce todo  para hacer girar sus cabellos para lograr cambiar de piel. 

Es aterradora, sus ojos no se están quietos y mientras los alacranes y los bichos le caminan todo sobre ella, la señora se estremece. 

Es demasiada destrucción la que hay que proveer antes de salir a recoger huesos. Los sonidos y la manera en que la realidad se distorsiona reducen la conciencia del mamífero a un nivel básico.
  
Y luego, el silencio. Todo es frágil, pedazos de cosas que aún no se caen provocan ecos. Tomamos nuestras manos y paseamos por los recuerdos de todos los temblores que mi piel ha sentido.

El edificio aquel como escultura moderna. El edificio otro que nos detuvo a la mitad de la calle y que giraba hermoso hasta estrellarse en el suelo y chorreaba sangre. El fuego. La gente desnuda corriendo, el sonido de los tanques de gas explotando y el ver cómo los edificios parece como si estuvieran cogiendo. 

Es la ecuación fantástica, vacío total para que haya lugar y regresen los que no han logrado  volver. 

El lamento, el dolor. A nadie se le puede señalar. Es la tierra, sola ella que se las arregla para no sentirse tan apretada y se expande aunque el maquillaje haga ¡crack!

Malinalxóchitl se desvanece. A los muertos que caminan  o les da igual o se espantan. 

Me voy a dormir, soñando que la próxima ocasión que mi madre esté cortando cabezas y danzando con sus faldas de serpiente me lleve ya a ver a Cipáctl y me introduzca en su sexo y salga ya vivo, arrojando turquesas, lanzando gritos de guerra, llorando, muriendo.

No dejes un cadáver, únete al escombro.

Mis hijos me vengarán.