viernes, 24 de febrero de 2012

El Infierno en el oeste.


Bebiendo en un bar de mala muerte en el sureste de L.A. por fin encuentro la respuesta a la pregunta de por qué Los Raiders de Oakland no pueden volver a Los Ángeles si toda la gente aquí es fanática del equipo. Un chico tímido y seguidor de Los Dodgers me dice: “El problema es que la ciudad les tiene miedo, después de los disturbios cuando liberaron a los policías que apalearon a Rodney King, el ayuntamiento entendió que esta ciudad es un nido de ratas y que traer a Los Raiders con toda esa parafernalia de maldad y oscuridad y piratería, sólo seria potenciar la ya de por si violenta cultura angelina, pues con lo mal que juegan, cada domingo luego de cada juego habría incendios y disturbios, el orgullo Raider expresa muy bien lo que somos. Armas, territorios y gangsters”.

L.A. no es Beverly Hills o Malibu, no, la verdadera ciudad es en realidad ese infinito ghetto que se visualizaba muy bien en la futurista Blade Runner. Si, el sol pega, más el viento es frio y el agua es helada, el tráfico es obsceno y los sistemas de transporte públicos van atestados de eso que los norteamericanos llaman: los pobres que viven en la red de seguridad social. He andado de arriba a abajo. Una guatemalteca me explica que no es lo mejor quedar varado en el centro de la ciudad después de las 6 de la tarde, y la comprendo, si ya a las 3 es un hervidero de gente sin hogar y criminales a todas luces. Por decir lo menos, el downtown ostenta el record nacional de gente que vive en la calle y sobrevive como puede. La misma guatemalteca que ha pasado aquí toda su vida me dice: “Por ningún motivo tomes las líneas verde y azul del metro luego de las 8 de la noche, en el metro en la ciudad siempre hay sheriffs, pero en las líneas periféricas, los vagones van vacíos y no hay vigilancia”. Ese es el otro ingrediente en este cosmos metropolitano; los policías son profesionales en su ramo, duros, pesados. Como el afro-sheriff que detuvo a un chico de color frente a mis ojos, utilizando toda la rudeza necesaria para aplacar a este granuja que cometió la osadía de estar vendiendo marihuana en un vagón. El metro es un bajo mundo fascinante pues he visto gente apostar y jugar a los dados, sacar cuchillos y armas, pelear por un puñado de dólares. Por ello el estado policiaco permanente. Como aquella otra anécdota en la que diez oficiales detuvieron a un par de cholas que se escondían en el motel donde me alojo y que eran perseguidas por robo, asalto a mano armada y venta de drogas. Claro, como me dijo la de Guatemala en el bus aquella tarde: “No importa cuánto te escondas o cuánto tiempo pase, ellos te va a encontrar en algún momento en cualquier lugar y te van a hacer pagar”. Y es este estándar de criminalización y de reglas lo que mantiene a raya a un buen porcentaje de la población, pues de otro modo, con tanto poder de fuego y con tanta droga dura (PCP y Crystal Meth), y la situación de crísis que vive el estado (al cual por cierto Governator dejó en la quiebra absoluta) el caldo de cultivo perfecto para experiencias como las del 1992 es latente.

Por las noches, un circo de helicópteros con las luces persiguiendo criminales… puedes contarlos para matar el tiempo. Por ejemplo hace una semana en la televisión local, seguí con deleite mórbido, una persecusión en la carretera número 5, sí, la misma que pasa frente a mi ventana. El golpe de adrenalina fue instantáneo y los seguí atento cuando pasaron frente a mis narices y siguieron rumbo al norte. Bienvenido a la jungla diría Axl Rose, donde el pasto es verde y las chicas son lindas. Como aquella afroamericana que me detuvo en una frontera invisible entre Lynwood y Compton, con su rostro marcado con navajas (y una Kitty tatuada en la ceja) al tiempo que me miraba con furia y decía: “Oh no, oh no, mejor date la vuelta con tu bicicletita y olvídate de cruzar por aquí que mis brothers te van a desfigurar la cara… lárgate ya”. Lo más fuerte quizá es cuando uno como turista debe sortear momentos en los que es difícil entender lo que está pasando, como me ocurrió en el metro, en el que como siempre, hay un policía blanco, uno hispano y otro afro, entonces, al no entender muy bien por donde había que salir de la estación, al verme perdido, el oficial hispano me jala con firmeza y me espeta en un perfecto español de Califas:

“¿Estás grifo? ¿Dónde traes la coca?”. A lo que respondí en mi pésimo inglés chilango: “!! Sólo soy un turista, estoy perdido, ayúdeme por favor!!”. El oficial inmediatamente corrige su actitud y me trata de un modo tal que cuesta trabajo explicarse como los entrenan, pues, en menos de un microsegundo, su atención profesional y atenta me deja perplejo al indicarme muy amablemente por donde puedo salir a la calle. Al salir, soy acosado por unos cuantos criminales, algunos, me muestran letreros en los que ruegan por comida, otros, sólo me piden mi boleto del metro para poder entrar a un lugar calientito.

Es una región alejada del resto del planeta, de un lado un desierto marciano, del otro un océano interplanetario, en todo caso, la cantidad de gente atestada y desperdigada por todo el sur de California, la transforma en un delirio ágil y terrible cubierto de estrellas y espejismos. A decir de una estudiante de psiquiatría con quien he trabado conversación en el Frolic’s Room una tarde en Hollywood: “…mira, el ejemplo es este, en Reino Unido, se utiliza cierta droga en ciertas dósis para controlar a la gente más loca, bueno, si vas checando el kilometraje viniendo de Europa hacia acá, verás que las dósis van incrementando también y las más fuertes se administran aquí, pues es el único modo de controlar a los más enfermos, menos que eso, sólo les haría cosquillas. Y da igual si sus orígenes vienen por la vía Boston-Chicago-Denver o Oaxaca-DF-Tijuana o Pekín-Shanghai-San Francisco, todos se fueron al lugar más lejano y agresivo con un sólo objetivo, sobrevivir, hacer un dinero y mandarlo de regreso a casa, esto es California y el viejo oeste y su empistolado modo de vida, los sueños más espantosos y las pesadillas más excitantes”.

No es una ciudad en el sentido típico, sino más bien un cúmulo de ciudades interconectadas por carreteras y freeways, por lo cual cuesta trabajo creer que esa pequeña misión fundada por Fray Juan Junípero Serra en lo que hoy se llama el Old town haya sido el origen de este monstruo. El estado de alerta absoluta y la tensión nunca paran; esta mañana, al beber un café en la Pioneer Boulevard, un tipo de la calle va tirando al amanecer como todos los demás, de pronto, una sirena chilla y es interceptado por un Chip, si, uno de esos oficiales en motocicleta al más puro estilo de Poncharelo pero sin la cálida sonrisa y el sex appeal latino.

Al instante, tres patrullas más aparecen. Es sometido y finalmente metido en la parte trasera del carro. Al final, le dejan ir: era el hombre equivocado. Ya casi nos vamos. Una tarde en el metro, en la estación donde la verde y la azul se tocan, observo al oeste. Un sol rojo se pone en el Pacífico, del otro lado, una ciudad gris es tragada por capas de smog, no sin antes reflejar en sus rascacielos los últimos destellos del día, y por unos segundos parecen todos arder en llamas. Que alguien haga algo por favor-pienso- más al fugarse el sol por completo, los destellos se desvanecen. En el andén, el eterno y californiano olor a marihuana me cachetea una vez más, veo gente con pistolas y me fundo con la masa en este infierno. Los ángeles baten sus alas y tocan sus trompetas anunciando el neo-apocalipsis final de una ciudad en la que la esperanza vienen a morir cada 24 horas.