miércoles, 30 de enero de 2013

THE FLEAS ARE KILLING ME!!!

(Siphonaptera, gr. σιφων siphon, "canal, tubo" y απτερα aptera, "sin alas")
La ballena púrpura está muerta. Al arrancar de Saint Petersburg, Florida, la rubia lituana del infierno esquiva la muerte al parar en Fort Myers en una gasolinería y descubrir que el sistema de frenos de la difunta nave ha desaparecido justo antes de entrar al Callejón del Lagarto; literalmente se han desintegrado, han dejado de existir. Nada sobrevive al tiempo, ni los frenos ni el amor.

En ese mismo momento en otra geografía en otra parte, un perro sin pasado es levantado por una mujer sudafricana de rojo cabello afuera de un bar. Y hasta aquí todo fluye en el cosmos. Lejos de ahí, muy lejos, un tipo sin futuro estrella su cabeza contra la pared, sufriendo, soñando con la posibilidad de escapar del invierno, extrañando, volviendo a recordar lo que es la vida a nivel del mar y con un rayo de sol que caliente el alma, pues sin amor, lo único que queda en esta vida es buscar la libertad o sentir el poder del astro rey, esa estrella alrededor de la cual giramos y sin cuya existencia nosotros no estaríamos aquí.

(maquinaria de transporte, galones de gasolina).

Luego de llegar sudando y delirando después del clásico periplo para llegar al nivel del mar (da igual si es Miami, Sto. Domingo, Roseau o Acapulco) el tipo con su cabeza reventada siempre llega a lo mismo: ella ya no está ahí cuando él llega, la ha perdido. 

Solían ser compañeros de departamento... pero eso fue hace años.

Por coincidencias del destino no está solo. En el sitio que ha encontrado por guarida, Nixon, un doberman con cara de rod weiler espera ansioso que alguien lo saque a pasear, orinar, cagar y jugar. El departamento es lo que podríamos llamar una pesadilla, el aire acondicionado es deficiente y el agua gotea, a su favor podemos decir que una increíble biblioteca sobre el mundo del tatuaje lo hace amigable a secas.

Y dentro de este espacio, muy dentro de él, se esconde la sangrienta horda de animales minúsculos que no paran de coger y chupar la sangre del can.  La esperanza de que la pelirroja que le recogió vuelva la perdió hace mucho. Demasiado el dolor de estar solo, de ser devorado 24 horas al día por los hematófagos sin sentimientos. La tristeza de saberse inteligente y abandonado. Eso es lo que él siente, lo que él piensa. Y al final, siempre, la amarga idea de que allá afuera hay quien se lo está pasando mejor y él aquí, encerrado.

En menos de dos minutos mi equipaje se ve destrozado por las fauces de la bestia y mis piernas inician la colección de mordeduras de insecto. Nada le tiene contento. Ladra, reclama, es como el hijo adolescente que no quisiste tener y que ahora te busca para decirte dos que tres verdades. Su ansiedad sumada al encierro lo han transformado en un animal desconfiado. Gruñe.

Recuerdo una película de los 70 en que al protagonista unos perros le arrancan el pene mientras se ducha. Tomo mis precauciones y lo obligo a vivir fuera del cuarto. Podrá estar fuera de su jaula pero nada más.

Luego de tres correas  destrozadas, cada una cada día consecutivo por tres días y el hecho de que sus juguetes le duran media hora y no es sencillo sacarlo pues no entiende nada y cree que todos son sus amigos y corre a los autos y ladra y llora… y en general es un desastre, pobre animal.

Encuentro que la única manera de tenerlo contento es darle cocos maduros que recogemos del barrio adinerado que cruzamos todos los días para ir al parque. Los puede hacer polvo antes de encontrar con sorpresa que dentro de esa madeja de fibras tropicales hay una semilla gigante llena de agua. 

Por cierto: a mi no me gustan los perros, me cagan.

Cada cinco minutos la constante comezón va haciendo mella en mis nervios y este sitio está saturado. No tengo más opción que residir aquí , me he quemado los últimos billetes que tenía para escapar del frío en comida y combustible, rentar un cuarto de hotel es definitivamente imposible. Cuando saco a pasear al perro, veo morenos y mulatos pasar con mujeres bien dotadas, rubias cubiertas de polvo de porno con la sonrisa de quien sabe que le van a dar su rumba.

Hay días que sin buscarlo, me entero de que mucha gente de muchos tipos atesta la entrada de un departamento en particular; ancianas, gerentes, adolescentes, zombis, weirdos, sin casa, gente sacada de una mala borrachera, ojos de anfibios, ratas, gente dudosa, trajeados, obreros, yuppies, galanes latinos, afros, mestizos, señoras.  Todo indica que eso es un nido de drogas. Una noche mientras fumo en el balcón y me hago sangrar la carne de tanto rascarme, una adicta llega a tocar la puerta con un rictus de urgencia. Luego de media hora de humillante escena en que ella toca quedito cada cinco o diez minutos y nada. Pasado cierto tiempo el dealer abre la puerta.

¿Qué quieres? Sabes muy bien que no puedes venir si no te respondo los mensajes. Acto seguido, le muestra una pistola.

Ella sólo escupe torpemente: Lo siento, mi cargador lo dejé aquí la última vez que vine.

El vendedor se voltea y con un ademán extraño saca algo de detrás de la puerta. Por un instante creo que va a sacar un arma más pesada que la que mostró con anterioridad. Le doy un sorbo a una cerveza.

Respiración pesada. Gotas de sudor sobre una piel de cera.

No, no es una recortada, es el cargador de batería y se lo arroja al tiempo que murmulla:

¡Carga tu pinche teléfono!

Azota la puerta y se apaga la luz. Ella desaparece sollozando.

Por las noches es lo peor. Es como vivir dentro de un naufragio. Si durante el día uno alcanza a detectar actividad pulga, por la noche el radar de paranoia rebasa los límites habituales. A cada minuto una nueva roncha, cada tanto, caminos de granos y escozor se siguen dibujando ya por las piernas y el abdomen bajo. El perro aúlla, yo me abrazo y procuro no enloquecer. Noches he tenido en las que he tenido que noquearme con licores fuertes, no hay modo de quedar inconciente sabiendo que hay criaturas con mandíbulas sucias y llenas de mugre, que te muerden y engordan y se preparan a engendrar mas de los suyos cobijados por la noche. Si, hay días que entre la melancolía que siento por aquella que aquí no aparece y el ardor de mis heridas me instruyo en la naturaleza del invierno en el infierno. Las pulgas me están matando.

(Calurosa la noche, él piensa en ella y entiende que no la volverá a tocar. La madrugada es fría y los sueños infectos de bacterias destruyen lo que queda del espíritu. Se escuchan balazos).

Ni las mordidas de las brujas dejan marcas tan profundas. Esto no es normal pensaba mientras el perro orinaba en el terreno de al lado a la mañana siguiente.

Aquel día fue particularmente movido. Primero se dio cuenta con total seguridad de que lo que venía viendo desde hacía cuatro días no era su paranoia: agentes en distintos modelos de automóviles se detienen a observar la actividad de los vecinos- cabeza de meta anfetaminas. Toman fotos. Está seguro de que tienen algunas buenas placas de él y de Nixon mientras juegan a destruir cocos cuando el sol está en lo más alto. El entorno se hace opresivo y decadente. Mulatos y afrocaribeñas son sacadas del motel vecino por no pagar. Los zombis y los tweakers pululan por todos lados. Una sombra se cierne sobre todos. Al final hay cada vez más patrullas esperando que alguien cometa un error.

La última: al caminar a solas por el edificio,  gente sin rostro aparecía preguntando por sitios disponibles para rentar. Da miedo andar por las escaleras. Lo único que mantiene el brillo es una gringa de menos de 20 años que se encierra en su apartamento con chicos y chicas y siempre está hasta el culo de algo. Tiene unas tetas de campeonato y un rostro duro como un rodillazo en el hocico. Grrrrl.

Hay días en que el tiempo se mide entre el café, la ronda de ataques y el cuidado y amor a Nixon. 

Por la tarde te metes a la regadera y debajo del chorro de agua hirviendo te guareces de los monstruos que te están drenando… ellas te miran desde cada grieta y hoyo y escondrijo de este submarino infecto. No sienten como nosotros los mamíferos pero su detector de sangre es implacable. 

Rascas, rascas, rascas. No puedes pensar. La nostalgia se ha borrado, el dolor de las mordidas sobrepasa cualquier dolor emocional. Un hombre acostado en una cama, vestido como astronauta y temblando de miedo a caer dormido, él sabe que volverán a encontrar una forma de hacer un agujero en la piel para drenar la sangre. El embate de los insectos va más allá de lo que usted soportaría. Se rinde y cae dormido y la secuencia se repite.

Nixon se pierde en sueños, algo dentro suyo le dice que todo va a estar bien. Se rasca la oreja. 

Él comienza a usar insecticidas y repelentes pesados, químicos legales. Las mordidas no dejan de aparecer. Un entorno viciado por las drogas, los pesticidas, los insectos y el calor.

(Recuerdos con el perro).

La noche en la que cruzando el ghetto tuve que dejar libre a la bestia por primera vez. Caía la noche y una reja sin candado se abrió de golpe; un pitbull nada amistoso se lanzó en un ataque a dentelladas. Salió disparado como un pedo y la bestia obtuvo el aplauso de unos niños que jugaban football. 

¡Ahí va el perro cohete! ¡YAYYYYYY!

O aquella mañana de ensueño en la que despertando más temprano de lo normal le llevé al parque junto al agua. Y una vez asegurados de que no había otros animales alrededor la vida le otorgó el instante supremo de sentir y probar eso que a casi todos los vuelve locos pero que a él y en una carrera le supo a gloria: Nixon sin correa detrás de los buitres que alzan el vuelo, él los persigue, ellos remontan al cielo. Siluetas negras que flotan, el cuadrúpedo vuela sobre el pasto. Libertad.

Ese mismo día un sujeto viene a revisar la unidad. El experto expone a la luz de una lámpara sorda la evidencia absoluta del terror y el asco supremos: garrapatas. Así es. GARRAPATAS.

Larga ha sido la noche y la sorpresa al amanecer es que la gente del barrio adinerado ha colocado una cerca para evitar que todos esos drogadictos de mierda sigan hostigándoles mientras deambulan por todos lados. (Nixon jamás podrá volver a perseguir aves de rapiña al levantarse el sol).

Así que ahora tenemos un excedente de junkies. Los narcos han cambiado el aire acondicionado de su departamento. Una de las mentes criminales detrás de esta operación sale a hablar con un tipo que habla de dinero mientras teclea una laptop, esto, con sus manos cubiertas de fósforo rojo. Estamos rodeados, por fuera drogadictos a quienes el mono ha desquiciado, por dentro, bebedores de sangre que cada vez resisten más los embates de mis insecticidas. Ha sido una noche sórdida, rastros de garrapatas hechas mierda y algunas más que me sacudo al final de la sesión. 

Tocan la puerta y el cerrojo gira. La bella pelirroja (aparece de la nada luego de un viaje de iluminación en la parte más lejana del Mediterraneo) cargada de bombas de pesticida e insecticidas de calibres experimentales. Toxicidad al más alto nivel.

Toma a su perro y lo lleva a su camioneta. Me explica que Nixon estará en un mejor lugar muy pronto. La bestia, mi amigo, mi hermano, arrancado de mi lado dejándome en una  soledad absoluta. Y lo peor es que ahora, al no haber con quien compartir las pulgas estas atacan con más furia que nunca.

Esto no puede seguir así. Hubo una época en la que me dediqué a destruir nidos y colonias de hormigas para la Reina Calalú. Esto no podía ser muy diferente, sólo más nocivo y letal.

Enmascarado y armado hasta los dientes realiza el acto de exterminio y limpieza profunda. Mueve todo, rocía todo el apartamento, y como en un río que se seca, las pulgas comienzan a brincar  como peces y las garrapatas se arrastran por todos lados. Bien. Tres veces realiza toda la escena con precisión milimétrica. A la cuarta, revisa que todo esté desconectado. Y por cada área que va cerrando abre una bomba de gas.  Ninja style.

PSSSSSSSSSSSS. Un humo blanco y de olor penetrante inflama las terminales nerviosas de la nariz. La visibilidad se pierde. Corre mientras puede. Al tiempo que sale del edificio por la puerta delantera, agentes del orden llevan a cabo una operación luego de que uno de los zombis amenazara a la pelirroja en el estacionamiento del callejón. Los narcotraficantes habían caído presa de su propia codicia, sólo era cuestión de tiempo. Perdieron el piso. Sólo faltaba que pusieran un letrero que dijera en la puerta:  SE VENDE HIELO.  Era demasiada gente y pocos los escrúpulos, un negocio redondo manejado pobremente. El eslabón más jodido de la cadena se había roto. El mundo no es lugar para imbéciles diría el sabio.

¿Él? tomó el bus y se fue al mar y antes de llegar se hundió en la arena. El cielo era azul y ella volaba en un avión, sana y salva del otro lado del continente.  El sol lo alumbró todo y nunca más se volvieron a ver.